sábado, 29 de julio de 2017

Marie

Hace algunas lunas, en compañía de la negra e indolente noche, me he rendido ante sus pies, ante sus acolchonados abrazos y el resplandor de su sonrisa.
El no mirarla eran latigazos al cuerpo desnudo de mi ser y observarle era una indeleble caricia directo al corazón.
Me desnudaba, su belleza lo hacía, y en auspicio misericordioso de mi propio abandono, en el efímero ensueño de muchacho enamorado en el cual ella me poseía, yo creía que podía volar cada vez que ella abría sus alas conocidas como brazos; y su boca que hacía entonar todas las melodías de cualquier repertorio, como a una bailarina, yo la seguía con los ojos muriéndome de sed por el milenario deseo de arrancarle los labios que son tan dulces como el cantar de los cantares.
Y en los raudales de alegría que me producía, en su plena desnudez, era una crisálida que en plena metamorfosis le gritaba al mundo la irrefutable belleza que se le había adherido, y yo, como fiel admirador, aplaudía el arte de los milagros que se encendían como luciérnagas rebosantes de color.

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